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PODRÁ ser una leyenda para crédulos, pero es costumbre entre nosotros creer que, si la primera vez del año que escuchas cantar al cuco llevas dinero en la cartera, tendrás bonanza económica hasta su siguiente cantata. Este año no es que llevara dinero, es que ni en febrero ni en marzo he oído cantar al cuco. Quizá confinado en su libertad, como nosotros/as pero al revés, nos mire tras los barrotes.

Desde este sábado los 20.000 fallecidos son para mí algo más que guarismos, gráficos y porcentajes; tienen cara, ojos, sonrisa, abrazos en el recuerdo, fiestas, cánticos€ y ahora un adiós definitivo que no he podido dar ni recibir. Dolores Goirigolzarri es hoy para mí el dolor que el coronavirus ha martillado. Como lo estará siendo para los seres queridos de esos miles de muertos. Minutos escasos para despedirla por separado, sin familia, ni velatorio ni lágrimas en común, ni funeral, sin duelo compartido, todo digital y aséptico, con el luto gritando desgarrador por dentro, corroyéndonos por no poder manifestar el duelo. Pensando en los dolores de Dolores se me agolpan las preguntas que me haría ella y todos los que han pasado el río en la misma barca.

Se conocía lo sucedido en China, pero aquí no se previó nada, ¿nos creíamos inmunes?; se sabía que afectaba especialmente a los mayores, ¿por qué no dieron entonces las indicaciones higiénicas recibidas ahora? ¿por qué no se intervino en las residencias con medidas tan «especiales» como esmerar la limpieza y dotar de guantes, mascarillas, € a los residentes, pero especialmente a los trabajadores? Ella/ellos no, pero los técnicos sí sabían que el virus se editó el 10 enero y que ya podían realizarse test-PCR, pero no se hicieron a trabajadores, ni a sanitarios, ni a los ancianos en casas o residencias, ni a los pluripatológicos€ un amigo asmático, profesor de infantil, llamó el 19febrero solicitando el test, le contestaron que no había; me muestra las llamadas realizadas. Tal vez la inexperiencia junto con indecisiones sanitarias iniciales más una cierta ocultación oficial, coaligado con algo de mala suerte, hayan hecho que sean manifiestos los errores concatenados en esta loca carrera pandémica.

Conocí a Fernando Simón en un congreso sobre vacunas en la UIMP. Sereno, seguro y muy didáctico, sus exposiciones y respuestas eran perfectamente entendibles hasta para una lega en medicina. Cuando en febrero comenzó a ser el rostro visible de la administración frente al coronavirus, confié de pleno en que sus explicaciones públicas fuesen igual de claras. Pero paulatinamente percibo que a las preguntas que Dolores y 20.000 víctimas le podrían plantear, sus respuestas son cada día más dubitativas, cambiantes y hasta diluidas, como si no fueran suyas sino la voz en off de otros. Comparado con aquella intervención universitaria, le veo más inseguro, dubitativo, improvisador, como si cada intervención fuera un capítulo novelado inédito del tortuoso camino de una mascarilla banal hasta convertirse en traje imprescindible. Porque necesitamos más certezas médicas que uniformes militares.

Con la lógica aplastante que la caracterizaba, Dolores y seguramente los 20.000 que nos han dicho el agur definitivo, solo le hubieran pedido que les informara desde el principio tratándoles como personas maduras y responsables. Por que ellos no eran cifras y querrían haber escuchado al siguiente cuco. Como todos nosotros. G.B.

Dolores, (tercera por la izquierda) junto a sus hermanos ante el Castillo de Butrón (Gatika) en un encuentro familiar